El día de la inscripción
Texto e imágenes: David Padilla G.
Son aproximadamente las ocho de la mañana y aunque ya hay personas esperando para inscribir materias, el proceso de inscripción aún no inicia. Por octava vez en los cuatro años que llevo estudiando en
Me tomo un té, de esos que por su calidad parecen hechos con agua de lluvia, y trato de aprovechar uno de los dos días más sociables dentro de
“Me toca inscribirme de tarde” acostumbro a decir sin que me lo pregunten, de forma autómata, tal cual como lo ha decidido alguna autoridad basándose en mi promedio de calificaciones, en la cantidad de unidades aprobadas, en cuántas veces vengo a clases, y vaya usted a saber que otro perolito le metan con tal de justificar el presunto evento meritocrático. Aún así, llego temprano por la simple razón de que estar desinformado en horas de la tarde es igual a caminar ciego en una baranda en el mar con tiburones blancos esperando tu caída, más que nada porque uno puede tropezarse con pequeñas sorpresas, como saber que una veintena de personas con números posteriores al tuyo ha pasado en el turno de la mañana o que todo se ha retrasado porque el único computador que funciona está lento. En el peor de los casos, que salga una de las tantas personas encargadas a decir que las inscripciones en
Afortunadamente ha sido un día medianamente bueno y ya han pasado varios alumnos a la hora correspondiente. Los compañeros que dicen ser nuestros voceros, nos clasifican por mención audiovisual, relaciones públicas o impreso -está última es a la que pertenezco- y al son de una letárgica voz, nos indican que debemos subir por una concurrida escalinata, previa examinación visual que puede evitarse con el amiguismo o el engaño.
Ya casi a mediodía, cuando el sol maracaibero provoca desvaríos en más de uno, comienza a verse en todo su esplendor el proceso. Entre saludos y hasta aplausos, a la usanza de un artista de cine, los profesores se integran a los que han subido por la resguardada escalera de granito, mientras que los alumnos cercanos a ser llamados, chequean por décima octava vez el papeleo exigido, como si no hubiesen tenido tiempo suficiente para ello. Luego de un rato, la cola se detiene. La misma voz que anunciaba los números para poder subir, ha dejado de hacerlo y en su lugar, esparce como la sarna el estrés entre los estudiantes al mencionar el respectivo receso de dos horas, aunado a la larga e interminable lista de materias donde ya no hay cupo disponible.
Tres paquetes de chicle después, el compañero de ritmo parsimonioso anuncia el retorno del traumático proceso y con una garganta repotenciada a punta de buen bistec, anuncia mi tan esperado número. “MACUR en mano papá”, me dicen en tres oportunidades al pedir el documento que muestra mis calificaciones antes de llegar a un salón posterior a las escaleras y a un largo pasillo. Aunque la velocidad de atención aquí es totalmente distinta a la de abajo, la deficiente calidad sigue siendo la misma.
En este lugar, donde nos acomodan y desacomodan un par de veces, desaparece la fatiga que proviene de la multitud y se reduce la ansiedad al saber cuáles materias ya están cerradas gracias a la información que algún alma generosa ha escrito con marcadores de colores en una fría pizarra acrílica. Se sigue el trayecto con la atención de algún profesor que nos asesora y que luego de una firma, -quizás también de alguna revisión final- nos permite el acceso para conseguir lo que hemos ido a buscar.
Con papeles en mano, se pasa a una tercera y última área, donde el movimiento depende de la rapidez de la impresora, de la habilidad del asistente de computación o de la agilidad propia para evitar a los “colaos”, gente que dirá estar embarazada, vivir al otro lado del mundo o hasta desmayarse con tal de inscribirse primero. En la fila que serpentea entre hileras de pupitres, se adormece la mano por intentar inútilmente de ahuyentar el calor o por haber saludado a tantas personas en tan poco tiempo. Es en este momento y lugar donde se conocerá de memoria el color de las paredes y techos, sus múltiples imperfecciones y uno que otro se regodeará porque tendrá la oportunidad de ver tantos traseros femeninos.
Al final, dependiendo de nuestra suerte, saldremos del área del operador de la maquina con un exquisito horario elaborado justo a la medida o por el contrario, y como generalmente me sucede a mí, con un desesperante, incomprendido y dañino cronograma de clases que provoca desecharlo porque elimina las aspiraciones de libertad pautadas para los próximos cuatro, cinco, seis meses o el tiempo que dure el periodo académico, sin contar que quizás se necesite suplicar clemencia a un profesor para que asigne un cupo de clases para volver en las conocidas Modificaciones, una especie de repetición subtitulada de este programa sin que acapare la atención del público como la primera vez.
Finalizada la tortura, con un comprobante de inscripción listo para ser solicitado en los venideros eventos, un buen analgésico produce tanto alivio como respirar aire fresco luego de haber ingresado a un baño público y la sensación de estar inscrito -dependiendo del caso- es sentir que se pisa un peldaño más en esa meta que queremos lograr, por la que luchamos día a día en la universidad y por la que sufrimos cada periodo hasta recibir un título de pregrado, aunque la satisfacción desaparece rato después con el primer “bienvenidos” del lunes siguiente de clases, cuando se retoma una vieja rutina con nuevas expectativas y esperanzas en su haber.
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